Cultura del vino
October 21, 2025

El vino que viene: cómo está cambiando la forma en que bebemos

De la curiosidad “sober curious” al regreso de los rituales: cómo las nuevas generaciones están redefiniendo el acto de beber vino, y qué puede aprender la industria para seguir siendo relevante.

El cambio que nadie quiso ver

El vino atraviesa un momento desconcertante. Nunca se había producido tanto, con tanta precisión y tecnología, y sin embargo cada vez se sirve menos. Europa destina fondos para destilar excedentes y mantener precios a flote; en Francia, bodegas centenarias arrancan viñedos; cadenas históricas como Nicolas cambian su imagen para sobrevivir. En México, La Europea símbolo del vino importado entró en concurso mercantil.

No son hechos aislados. Son síntomas de un cambio silencioso y estructural. Durante décadas se asumió que el vino era intocable: una costumbre heredada, un lenguaje cultural que atravesaba generaciones. Pero la realidad se está moviendo. Entre crisis económicas, nuevas prioridades y una transformación cultural sin precedentes, el vino empieza a perder su lugar cotidiano. Entender por qué ocurre y qué puede hacerse ya no es solo una curiosidad: es una necesidad urgente.

Durante el encierro de 2020 y 2021, el vino vivió una ilusión de resurgimiento. Las casas se convirtieron en bares improvisados, las tiendas en línea y las catas virtuales se multiplicaron. Se habló de un renacimiento: consumidores curiosos, dispuestos a aprender, a explorar regiones, a reconectarse con lo sensorial.

Pero era un reflejo del encierro, no una nueva era. Cuando el mundo volvió a moverse en 2022 y 2023, el consumo se desplomó. Las copas se vaciaron más rápido que las expectativas. La gente retomó rutinas, buscó bienestar, volvió al gimnasio, a madrugar, a cuidar la mente y el cuerpo. Lo que durante la pandemia fue refugio se transformó en recordatorio de exceso.

La pandemia no cambió al vino: cambió nuestra relación con él. Lo devolvió a su esencia simbólica, pero también le mostró su fragilidad.

Gen Z y el fin de la inercia

En medio de ese reajuste, una generación comenzó a mover el eje cultural: la Gen Z. No es una generación abstemia, sino más consciente. Bebe menos, pero con intención. En su mundo, la salud mental, física y emocional se volvió prioridad; los excesos ya no son prueba de libertad, sino de descuido. La reputación digital también influye: nadie quiere aparecer vulnerable en una historia de Instagram. Los nuevos espacios sociales cafés, clubes de running, cenas sin alcohol, experiencias sensoriales ya no giran en torno a la copa, sino al bienestar compartido.

El vino, antes símbolo de pertenencia, ahora es una elección que debe justificarse. Este nuevo consumidor no rechaza el vino: rechaza el sinsentido de beber por inercia. Quiere historias verdaderas, contexto, emoción. Bebe menos, pero cuando lo hace, espera algo que valga la pena recordar.

Un lujo repensado y los nuevos sustitutos

La transformación no se explica solo por la cultura: también por la economía. En países como México, el vino compite con la renta, el transporte y la despensa. La inflación reconfiguró el lujo, y la botella que antes era un capricho hoy se elige con cálculo.

A la par, emergen nuevos rituales que ocupan el lugar simbólico que antes tenía el vino: el café de especialidad, el deporte, la cocina en casa, los espacios de bienestar, y también, cada vez más, el uso recreativo o terapéutico de cannabis y psicodélicos. Todos prometen cosas distintas energía, enfoque, introspección, comunidad, pero tienen algo en común: ya no necesitan el alcohol para generar placer o conexión.

En Francia, el fenómeno se expresa de otra forma. El vino sigue siendo parte de la memoria afectiva: la mesa de los abuelos, el mantel del domingo, la sobremesa lenta. Pero la vida contemporánea urbana, acelerada, dispersa ya no responde a ese ritmo. El rito persiste, la emoción se diluye. El vino, para muchos, pertenece más al pasado que al presente.

La paradoja del bienestar: cuidarse hasta enfermar

Vivimos obsesionados con cuidarnos. Se habla de salud, equilibrio y “mindfulness” más que nunca, pero dormimos menos, comemos peor y vivimos con ansiedad crónica. El discurso del bienestar se volvió un campo de batalla: la Gen Z evita el alcohol, pero multiplica la cafeína, las bebidas energéticas, los suplementos, el vape o las microdosis de psicodélicos. Cambiamos la resaca por la taquicardia; el descanso por el rendimiento. En nombre de “cuidarse”, se impone una exigencia constante: verse bien, rendir, comer “limpio”. Pero ese cuidado a menudo nace del mismo vacío que antes llenaba el alcohol: el intento de controlar lo que no se puede. Es una nueva forma de intoxicación, más sofisticada, más silenciosa.

El consumo de azúcares, de alimentos ultraprocesados y estimulantes se dispara mientras proclamamos hábitos saludables. Las dietas detox se mezclan con ansiedad, los smoothies con edulcorantes y el café con insomnio. Es la contradicción de nuestra época: nos cuidamos para poder seguir sobreviviendo al ritmo que nos enferma.

Y en medio de ese ruido, el vino parece fuera de lugar.

Porque sí, el etanol (su componente esencial) es una sustancia que el cuerpo no necesita, y en exceso provoca daños claros: afecta el hígado, altera el sueño, incrementa el riesgo de ciertos tipos de cáncer. Eso es innegable. Pero también es cierto que el problema de salud pública no está en una copa, sino en la cultura del exceso, la desinformación y la pérdida del contexto.

Beber vino no debería ser un acto impulsivo, sino un acto consciente.

Una copa en una comida, en buena compañía, con sentido y moderación, difícilmente entra en la misma categoría que el consumo abusivo o rutinario. No hay que romantizar el etanol, pero tampoco demonizar el ritual que lo contiene cuando se ejerce con conciencia. El vino, cuando es honesto y se entiende como pausa, no como escape, es casi una antítesis de la modernidad acelerada.

Obliga a detenerse, a observar, a oler, a sentir. Requiere presencia. Y quizá ahí, precisamente, radica su oportunidad: recordarnos que el verdadero bienestar no siempre está en añadir más, sino en aprender a detenerse.

Cuando los cimientos se mueven

El sistema cruje. La Unión Europea paga por destilar vino que no encuentra mercado. Francia discute si debe reducir su superficie vitícola. Nicolas rediseña su marca y su discurso mientras el público joven le da la espalda. La Europea expone el agotamiento de un modelo de retail que no supo evolucionar. No es el fin del vino. Es el fin de la comodidad. Durante décadas, la industria creyó que el vino era eterno, inmune al cambio. Hoy descubre que la eternidad, sin evolución, también se oxida.

La salida no está en vender más, sino en volver a conectar con propósito. El vino necesita reconciliarse con la verdad y con su tiempo. Los perfiles más ligeros, o incluso las versiones sin alcohol, no son una amenaza: son una forma de diálogo con las nuevas sensibilidades. No se trata de renunciar al vino que fue, sino de abrirle espacio al vino que viene.

Las historias reales —no las diseñadas por agencias— interesan más que cualquier medalla. Quien bebe vino hoy quiere saber quién lo hace, cómo se cultiva, qué clima lo marcó, qué decisiones técnicas lo definieron. Busca humanidad, vulnerabilidad, coherencia. Las catas pequeñas, los talleres sensoriales, los maridajes poco convencionales o las colaboraciones con café, pan, cacao o música devuelven al vino su poder original: el de crear vínculo. El vino no necesita grandes eventos, necesita espacios donde alguien lo escuche. Donde una copa, por fin, tenga voz. La transparencia también se vuelve esencial. Contar los años difíciles, los ajustes por clima, los límites de cada añada genera más confianza que cualquier eslogan. El vino tiene más que ganar siendo sincero que pretendiendo perfección.

México, Francia y la misma lección

En México, el vino progresa cuando respeta el bolsillo y ofrece sentido. No necesita competir con precios, sino con autenticidad. La pedagogía y la honestidad valen más que cualquier promoción.

En Francia, la tradición sigue siendo un tesoro, pero el futuro exige traducción: del mantel blanco a la mesa-bar, del château al taller sensorial. La memoria no se traiciona al evolucionar; se honra cuando se adapta. Ambos países, con distancias tan distintas, comparten una certeza: el vino solo sobrevive cuando se atreve a ser comprendido de nuevo.

El vino no necesita gritar para existir. Necesita ser elegido. En un mundo saturado de estímulos, una copa con sentido puede ser un acto de pausa, de conversación y de conciencia. El éxito ya no se mide en cajas vendidas, sino en las personas que regresan al vino porque encuentran en él algo más que alcohol: encuentran origen, pausa y verdad. El vino que viene no será el más masivo ni el más rentable, pero sí el más honesto.

El que entienda que el valor no está en cuántas botellas se abren, sino en lo que despierta cada una.

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